miércoles, 10 de marzo de 2010

EL ROCK: LA REVOLUCIÓN QUE NO LO ERA

Por Juan Camilo Herrera C.

«La necesidad de pensar las dimensiones nuevas de la cultura ha dejado de ser dominio de especialistas para convertirse en reto de visionarios que no temen insertare en las prácticas ‘impuras’ de la cotidianidad». (Jesús Martín Barbero, «La Modernidad ha comenzado a hablarnos…».)

Todas las revoluciones terminan en filas de gente uniformada. Ese inevitable espíritu de cohesión que despiertan estos cambios siempre resultan en períodos de homogeneidad cultural, como si la fe en las premisas revolucionarias fuera lo único que nos mantiene aferrados a la dignidad humana, lejos de una animalidad caníbal.

El eterno ceño fruncido de Kundera cayó como una cortina sobre algunos dejos de frivolidad en el Verano de Praga. Lánguidas jovencitas (prototipos de la actual supermodelo) arrojaban cocteles Molotov a los tanques, primorosamente vestidas con los colores de 1968 y la rabia anquilosada de una juventud que despertó con resaca en la Modernidad, sin recordar muy bien qué estaba haciendo antes. «La insoportable levedad del Ser» nos ofrece pequeñas diapositivas (casi radiográficas) de la inercia que acompañó a estas revoluciones.

La juventud en Praga (ayer, hoy) tiene ese dejo de rabia sofisticada, de terroristas que corren contra el reloj del Juicio Final. Tristemente, el resto del mundo es incapaz de conjurar revoluciones y tendencias sin caer en falacias o períodos interminables de mal gusto.

Casi diez años después, en Londres, los medios tradicionales avalaron grupos que, sin estar adheridos a la premisa ‘punk’, se apropiaban de sus expresiones regulares. Orchestral Maneuvers in the Dark (OMD) usaba sintetizadores y canciones pegajosas en tónica New Wave para introducir subrepticiamente mensajes de propaganda republicana y conservadora. Extrañamente, siempre hay respuestas «reaccionarias» a cada manifestación cultural incipiente, un tipo irrisorio de control.

Juego chistoso de lobos esteparios que no pueden renunciar a la vanidad y revoluciones de oropel…
Es casi inmoral la forma en la que los medios hegemónicos se aprovechan de las manifestaciones culturales ‘underground’ para evocar un halo revolucionario con cierta ingenuidad. Nos dan cucharadas de cotidianidad disfrazadas con discursos parafraseados. No puedo justificar, de otra forma, que «I Fought the Law» de The Clash suene en un comercial de camionetas o que todas las cortinillas comerciales de MTV o VH1 tengan música de grupos «independientes» que no tienen ningún tipo de rotación en estos canales.

El rock nunca fue una revolución. Eso sería afirmar que las películas de terror son manifiestos izquierdistas. La sagacidad mercadotécnica consistió en transformar (gracias a Dios–sabe–qué aparato retórico) «intensidad» en la palabra «revolución». Pan y circo con un tufillo ideológico: otra revolución de gente uniformada en filas (para entrar a un concierto de los Beatles). No todo grito es una consigna anti–burguesa.

La proto–investigación de mercadeo encontró que la música negra resultaba mucho más estimulante que el country o el folk. Crearon varios tipos de íconos medianamente aceptables con los que la juventud americana podía identificarse (jóvenes de la posguerra, blancos, con algún poder adquisitivo, trabajos de medio tiempo, entornos represivos…), imitaron las cadencias más frenéticas del blues y las filtraron a través de algunas convenciones culturales blancas.

Un grupo de personas encontró un nicho comercial. No existe mayor diferencia entre un LP de los Yardbirds y un collar de taches comprado por Internet en Hot Topic. Existe arte y contenido en el primero, un poco de ideología e irreverencia en el segundo… pero, indiscutiblemente, ambos nacen de esta premisa de revolución paga.

No veo dónde está la revolución. Hubo más vanguardia y pelea en el jazz o en el folk.

El rock ha sido esa voz que dice «te entiendo», sin mucho interés o empatía. ¿Me opongo a eso? No. Soy de la misma raza de lobos esteparios que no pueden abandonar el confort de la vida que conocen. El rock fue una alternativa a los discos de Julio Iglesias que mi padre apiló en vida y la música tropical que flota en el aire como la radiación de Chernobyl.

Más que una revolución o una invitación a abandonarlo todo, fue algo que me hizo sentir menos alienado. Pero, a medida que envejezco y me vuelvo más duro de oído, me doy cuenta de las imposturas que di por sentadas y que aún hoy en día la gente se traga.

Quizá por eso las revoluciones en el resto del mundo terminan en filas de gente uniformada: para disimular que no hay nada nuevo y que todos los conceptos son reciclables.

* Juan Camilo Herrera Castro, víctima de un síndrome incurable que lo hace ser bogotano, nació un 15 de noviembre de 1981. Tras años de éxitos y fracasos tan académicos como profesionales, ha dedicado su vida a construir puentes para que sus recuerdos visiten el presente de vez en cuando. Tristemente, solo quedan los planos. Afortunadamente, los planos parecen cuentos.

Fuente: http://www.revistacronopio.com/?p=1413